Las pocas veces que he tenido una pistola cerca no he querido siquiera tomarla con las manos. Le tengo un terror supersticioso a las armas y me parecen la representación más escandalosa del instinto de muerte. El hecho mismo de que hayan sido diseñadas para perforar los tejidos de un cuerpo humano (en el mejor de los casos porque las hay que te queman los pulmones por dentro, que te dejan ciego, que te pulverizan los pies, que te paralizan los músculos) es una aberración incomprensible.
Un revólver o un fusil no son simples objetos abstractos –aunque parezcan perfectamente inofensivos cuando los contemplas en una vitrina o en la mesita de noche- sino una escalofriante declaración: la bala te atravesará el corazón y te matará; el arma ha sido pensada para ello con la misma dedicación que requiere el diseño de un abrelatas o una cafetera. Es algo delirante, aparte de profundamente inmoral y delictuoso.
Se entiende que el Estado, en tanto que encarnación suprema del orden público, necesite servirse de destructores artilugios para preservar la paz social y defender a los ciudadanos. Hasta ahí la arbitraria legitimidad de las metralletas, las granadas, los cazabombarderos y los misiles intercontinentales.
Pero las armas en manos de los individuos particulares son la indecorosa evidencia de algo mucho más inquietante: la renuncia al diálogo, al entendimiento civilizado y a la razón. El tipo que empuña una pistola para amedrentar a los demás ha desechado deliberadamente una parte de su humanidad, entendida ésta como una condición esencial de la conciencia que nos hace menos brutales y violentos.
Podríamos golpear al prójimo con una piedra o a puño limpio, es cierto. Hoy, sin embargo, tenemos más ventajas. No necesitamos ser ni fuertes ni valerosos: vamos a la tienda, compramos un revólver, nos aparecemos una mañana cualquiera por las aulas de una universidad y nos ponemos a pegar de tiros. Con algo de puntería y de buena suerte conseguimos matar a 32 personas. Qué eficiencia.
Un revólver o un fusil no son simples objetos abstractos –aunque parezcan perfectamente inofensivos cuando los contemplas en una vitrina o en la mesita de noche- sino una escalofriante declaración: la bala te atravesará el corazón y te matará; el arma ha sido pensada para ello con la misma dedicación que requiere el diseño de un abrelatas o una cafetera. Es algo delirante, aparte de profundamente inmoral y delictuoso.
Se entiende que el Estado, en tanto que encarnación suprema del orden público, necesite servirse de destructores artilugios para preservar la paz social y defender a los ciudadanos. Hasta ahí la arbitraria legitimidad de las metralletas, las granadas, los cazabombarderos y los misiles intercontinentales.
Pero las armas en manos de los individuos particulares son la indecorosa evidencia de algo mucho más inquietante: la renuncia al diálogo, al entendimiento civilizado y a la razón. El tipo que empuña una pistola para amedrentar a los demás ha desechado deliberadamente una parte de su humanidad, entendida ésta como una condición esencial de la conciencia que nos hace menos brutales y violentos.
Podríamos golpear al prójimo con una piedra o a puño limpio, es cierto. Hoy, sin embargo, tenemos más ventajas. No necesitamos ser ni fuertes ni valerosos: vamos a la tienda, compramos un revólver, nos aparecemos una mañana cualquiera por las aulas de una universidad y nos ponemos a pegar de tiros. Con algo de puntería y de buena suerte conseguimos matar a 32 personas. Qué eficiencia.
Público Milenio
Pág. 47
18 de Abril de 2007
2 comentarios:
Gabriel una vez llegó a mi casa con el revolver de su papá, yo nunca había tomado un arma en las manos hasta ese día... la disparamos varias veces en el patio mientras mi familia no estaba.
Esa fue la primera vez en mi vida en la que me sentí con poder... recuerdo que ese día hasta hablamos de vender perico y comprarnos unas super naves... de broma claro, pero quizá sólo esperabamos que el otro fuera sincero para comenzar a hacerlo... así de fácil se le puede ocurrir a alguien matar, y no a una sino a 32 personas... lo sé está de la verga, pero hay cosas que no podremos jamás explicar, como el amor, el odio y la muerte.
Saludos batiri
atte:
Cachalote
Esa relación brutal e indivisible entre las armas y la violencia es lo que siempre me hace cuestionar mi gusto por las pistolas, desde aquella vez que fui al polígono de tiro de la Policía de Zapopan y demostré poseer la mejor puntería de entre mis compañeros de Tv Azteca...
Muchas veces he pensado en mi autodefensa y la de mis seres queridos, pero indiscutiblemente (como dice el artículo) sacrificamos una parte de nuestra humanidad al empuñarlas...
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