Lluvia

Los días nublados hacen que mucha gente se deprima. A mí en lo particular me encantan, pues los prefiero a los días en que uno se derrite lentamente por efecto del sol y las altas temperaturas.

De niño, miraba por la ventana cómo caían las gotas, mientras la temperatura bajaba poco a poco y me permitía jugar con el vaho de mi aliento al poder dibujar figuras sobre el cristal.

Eso sí, las primeras lluvias no son de mi agrado y todo porque nos hemos encargado de que se vuelvan sucias, ácidas, pues las gotas en su camino hasta el asfalto arrastran el smog que encuentran a su paso. Si se fijan, entonces verán charcos de agua oscura y desagradable.

Y aunque mi madre no nos dejaba salir a mojarnos, cuando finalmente paraba la lluvia, mis hermanos y yo corríamos felices hasta la banqueta para colocar nuestros barquitos en el agua.

Sin embargo, unos días después la ciudad se empieza a ver bonita otra vez, fresca y limpia. Como si acabara de tomar un baño. Es entonces que caminar por ella es un verdadero placer, pues hasta el aire es más ligero. Además la vida vegetal se hace más notoria, pues el intenso verdor de las plantas empieza a matizar el paisaje citadino hasta en los rincones más pequeños.

Aún recuerdo la sensación que me causaban las gotas aisladas que caían sobre mi piel. La momentánea sensación de frialdad que se mezclaba con la excitación que sólo un niño puede experimentar cuando tiene frente a sí un mundo en el que todo es nuevo.

Me gusta la lluvia. Me pone de buen humor. Algún día saldré sin zapatos, como cuando era pequeño, a poner otra vez un barquito con mi nombre en el arroyo de la calle.